martes, 9 de octubre de 2018

LAS OBRAS DEL SÁNCHEZ-PIZJUÁN (1ª PARTE)


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Aun cuando desde la misma gestión de la compra definitiva de los terrenos de Nervión en 1938, el entonces presidente blanco, Ramón Sánchez-Pizjuán y Muñoz, tuviera en mente un gran espacio polideportivo para Sevilla, con epicentro en un estadio de fútbol principal para el club, no se trataba entonces más que de una idea, una ilusión quimérica, ni siquiera proyecto, imposible de adivinar, ni siquiera en lontananza, dadas las gigantescas dificultades de la empresa.

Si alguien era consciente de las complicaciones que para una sociedad deportiva privada suponía asumir una infraestructura de este calado, ese alguien era el Sevilla F.C., pionero promotor, sin aportaciones externas de ningún tipo, de los campos de sport del Prado de San Sebastián, la avenida de la Reina Victoria y el primitivo Nervión, muescas terribles en su economía que debilitaron fatalmente las fortalezas deportivas de un equipo cumbre, al punto de dilatar en el tiempo, de forma antinatural, su desembarco en la Primera División y la inauguración de su envidiable palmarés de títulos nacionales.

Aquel sueño, verdadera visión de un adelantado a su tiempo, requirió dos factores desencadenantes para empezar a tener ciertos visos de realidad. El primero de ellos fue la construcción del nuevo Chamartín en Madrid, posteriormente bautizado con el nombre de su artífice, estadio Santiago Bernabéu, ejemplo tangible de lo que, en escala menor, Sánchez-Pizjuán pretendía para su amada ciudad de Sevilla.

El segundo y decisivo elemento fue la recuperación de la soberanía de los socios en los clubs de fútbol, y la propia hacienda de éstos, usurpadas por la Delegación Nacional de Deportes franquista, pero constantemente reivindicadas por Sánchez-Pizjuán, privada y públicamente, en manifiesta y valiente resistencia personal y en solitario frente a la Falange Española de Moscardó, y que no pudo ser alcanzada hasta 1948.

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Sánchez-Pizjuán había sido el último presidente democrático del Sevilla F.C. hasta que Moscardó acaparó tales nombramientos, y no quiso serlo de nuevo si no era “con urnas y democracia”, es decir, por la voluntad de los socios sevillistas, negándose a recuperar el cargo hasta que se devolvió dicha capacidad a la masa social blanca. La Copa de España de 1948 fue conquistada con la presencia del gran presidente blanco en el palco, produciéndose en el banquete de celebración de la misma una famosa anécdota ilustrativa de su singularísima personalidad:

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                                                       “A este hay que fusilarlo”.

En esta época, la insuficiencia de aforo y la incomodidad del campo de Nervión empezaban a ser notorias. Aquel Sevilla campeón, siempre en la cúspide de las clasificaciones, con figuras del calibre de Arza, Busto, Doménech, Araujo, Ramoní, Pepillo o Campanal, y entrenadores gurús como Helenio Herrera, arrastraba masas cada domingo a su estadio, acaparaba titulares deportivos en España y el extranjero, y aportaba una nómina importante de internacionales a la selección.

Hay que precisar que, en aquellos tiempos, los ingresos de los clubs de fútbol, más allá del patronazgo de algún que otro esforzado mecenas, procedían mayoritariamente de los abonos y la venta de entradas en taquillas, y en menor medida, sobre todo si se trataba, como es el caso, de un club grande, de los traspasos de jugadores. Muchos clubs utilizaban estadios municipales, en condiciones económicas favorabilísimas, lo que suponía una considerable ventaja competitiva, jurídicamente desleal, frente a los clubs no agraciados con la misma suerte. En este periodo de inmenso poderío, el Sevilla F.C. no vendió a ninguna de sus grandes estrellas, pese a las tentadoras ofertas recibidas, algunas de ellas verdaderamente escandalosas, como por ejemplo, por Marcelo Campanal.

También es la época de los primeros grandes ídolos mediáticos, como Kubala (“culpable” del traslado azulgrana al Camp Nou) o Di Stéfano, que únicamente podían disfrutarse con regularidad matemática en Nervión. Ciudades vecinas como Huelva, Cádiz o Córdoba jamás vieron a estas estrellas en partidos de competición oficial liguera, y otras como Jaén, Málaga y Granada, irregularmente, debido a las intermitencias propias de ser sus titulares equipos de los denominados “ascensor”. Los aficionados de estas ciudades, los de provincias relativamente cercanas como Cáceres y Badajoz, o los aficionados al fútbol no sevillistas de Sevilla y su provincia, no tenían más remedio que acudir al templo de Nervión para ver fútbol de verdaderos quilates o para ver partidos internacionales.

El limitado aforo de Nervión impedía, pues, el crecimiento de la sociedad, si no era a golpe de subidas de abonos y entradas, por lo que plantearse la ampliación o traslado del estadio a un recinto con más localidades se configuraba también como un necesario e inevitable paso adelante.

Pronto las competiciones europeas añadirían atractivo a un fútbol en el que el Sevilla F.C. era élite, mientras que a su alrededor todo era vulgaridad recurrente.

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En este contexto, le fue ofrecido al Sevilla F.C. ocupar el campo municipal de Heliópolis, un activo público desaprovechado por la intrascendencia de su inquilino, el Real Betis Balompié, morador empedernido de los sótanos del fútbol español, Tercera y Segunda División, con escasos seguidores, y una renta ridícula que suponía una auténtica ruina para las arcas municipales. La idea era buscarle una alternativa al Betis más acorde con su manifiesta secundariedad, y que el Sevilla se instalase en Heliópolis, retornando a la Avenida de la Palmera, en desagravio por el desahucio del Reina Victoria perpetrado por el propio Ayuntamiento a cuenta de la Exposición Iberoamericana.

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Así pues, el ofrecimiento municipal del campo de Heliópolis al Sevilla F.C. buscaba engrosar la tesorería del consistorio, reparar un daño histórico (como tantas veces se le ha ocasionado al Sevilla por las instituciones públicas), además de poner en valor el inmueble con partidos de verdadera categoría. Sin embargo, no cuajó porque los sevillistas, en boca de su presidente Ramón Sánchez-Pizjuán, “jamás dejarían sin campo al Betis”, ni tampoco estaban dispuestos a compartir el estadio como si fuese un communale italiano, pues tendrían que asumir toda la inversión en mejoras, adecentamiento y ampliaciones para adaptarlo a sus necesidades, sin tener la plena disponibilidad del mismo.

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Aunque ya eran vox populi los rumores que apuntaban movimientos en orden a poner en marcha el proyecto de construcción de un nuevo estadio, puede decirse que la oficialidad institucional no llega hasta 1953. Sánchez-Pizjuán ha logrado fichar al entrenador más cotizado del momento, Helenio Herrera, sabedor de que la estabilidad deportiva es clave para poder dedicarse por completo al nuevo estadio. La plantilla reúne calidad y tiene una media de edad adecuada para cuatro o cinco años de plenitud futbolística, más si cabe bajo la sabia batuta del mago franco-argentino. Previamente Sánchez-Pizjuán había convocado un concurso de ideas, para pulsar posibilidades. Y así, por fin, el pistoletazo de salida se produce en la asamblea de socios celebrada el 12 de julio de 1953, en la que el Presidente, tras anunciar el fichaje de Herrera para sustituir a Guillermo Campanal, toma la palabra para comunicar públicamente a los socios su plan:

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“…Sánchez-Pizjuán habló de construir un estadio en el mismo emplazamiento que actualmente ocupa Nervión, empresa ardua y ambiciosa, en la cual dijo que convenía más que hablar trabajar, sugiriendo las dificultades que para su logro pueden existir …”

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